Gatos, hamsters y otros coautores científicos animales

Debía ser verano de 1975 cuando Jack H. Hetherington acabó de teclear en máquina de escribir su manuscrito. Recopiló satisfecho las páginas del mismo y sobre ellas añadió la hoja que llevaba el título del artículo en cuestión: «Two-, Three-, and Four-Atom Exchange Effects in bbc ³He».

Jack H. Hetherington era un profesor de física de la Universidad Estatal de Michigan que acababa de redactar un denso estudio que exploraba el comportamiento atómico a diferentes temperaturas. Tan convencido estaba de la calidad de su trabajo que enseguida pensó en enviarlo a una de las revistas de física más prestigiosas: Physical Review Letters. Como todo científico precavido, antes de someterlo directamente a la revisión por pares de la revista le pidió a un compañero si podía revisarle el trabajo para conocer su opinión, y fue entonces cuando surgió la duda. El compañero, más allá de confirmar la calidad del trabajo científico y constatar su importancia, le hizo notar que a lo largo del escrito había usado la voz del plural mayestático «nosotros» cuando en realidad no había más que un autor, el propio Jack H. Hetherington.

Uno pensaría que un detalle como éste no debería tener mayor trascendencia. Después de todo la voz del plural mayestático estuvo extensamente difundida durante la Antigua Roma y presente en casi todos los documentos de los monarcas medievales, siendo una voz común entre reyes y Papas, aunque tampoco son extraños los textos que usan voces plurales de modestia o autoría en ciencia. Pero al parecer, el mismo compañero, le hizo saber a Hetherington que las normas de publicación de la revista Physical Review Letters solo aceptaba las voces plurales cuando eran dos o más los autores que firmaban el trabajo.

En ese momento Jack H. Hetherington se encontró ante un dilema. Tenía en sus manos un trabajo que sabía que era bueno, que podía ser aceptado en la revista sin problemas más allá del error en el uso de la voz. Sin duda podría haberse sentado una vez más en su despacho, armarse de paciencia con la máquina de escribir y reescribir el manuscrito en primera voz del singular. Todavía no existían los programas de tratamientos de textos y cualquier corrección implicaba teclearlo todo, algo que al parecer no le hacía mucha gracia. Tampoco el compartir autoría con algún que otro compañero del departamento al considerar que aquel estudio era fruto de su trabajo individual. Entonces fue cuando pensó en él, sí en el que sigue constando como coautor del trabajo: un tal F.D.C. Willard.

Su nuevo coautor, Willard, sin embargo no era humano, no era otro que su gato de compañía. Un gato siamés al que llamaba Chester. Después de deliberarlo durante toda una tarde, en la que imagino que debía mirarse varias veces el manuscrito mecanografiado sobre el escritorio y el trabajo que implicaba volverlo a teclear desde el principio para cambiar todas las voces, optó por compartir los méritos de su estudio con su gato Chester.

Para ello tuvo que rebautizarlo, le añadió las iniciales F.D.C. que hacen referencia al nombre específico científico de la especie: Felis domesticus (F.D.) y la C. de Chester, su nombre de pila. El apellido, Willard, hacía referencia al nombre de uno de los antecesores de Chester. Con esa idea en mente reescribió la primera página en la que aparecía el título del artículo, los nuevos autores que describían en plural sus descubrimientos y el centro al que pertenecían. Y así fue como envió el manuscrito a los editores, quienes lo aceptaron y publicaron el 24 de noviembre de 1975 en el número 35 de la revista.

En 1980 Willard, el autor gatuno volvió a firmar un trabajo, esta vez en solitario para el periódico científico francés La Recherche, bajo el título: «El hélium 3 solide. Un antiferromagnétique nucléaire», aunque el propio Jack H. Hetherington en una conferencia de Grenoble en 1978 ya había destapado quien era aquel misterioso coautor que le firmaba su trabajo y del que nunca más se supo nada más. Sus colegas del departamento no tardaron mucho en descubrir quien era aquel colaborador del que nunca habían oido hablar ni visto por allí. Hetherington no escondió en ningún momento a su compañero y defendió su postura argumentando que el contenido del trabajo era de gran calidad y el porqué tomó aquella decisión con el fin de no tener que reescribir de nuevo todo el trabajo por una simple cuestión de formas. 

Es más, se tomó la reacción de sus compañeros de profesión con humor e incluso llegó a firmar documentos en los que además de garabatear su nombre estampó las huellas de su compañero felino (Fig. 1)

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Fig. 1. Copia del artículo en cuestión con la firma de Hetherington y las huellas de su gato Chester.

Pasado el tiempo la Sociedad Americana de Física (American Physical Society) se tomó aquella licencia de Jack H. Hetherington con humor y hace tan sólo cuatro años, el 1 de abril de 2014, escribió una nota en su página web en la que la Sociedad Física ofrecía oportunidades de publicación en Open Access de manera gratuita a todos aquellos trabajos que tuvieran como autor un gato, e incluso iban más allá, premiando a trabajos sólo firmados por autores felinos, libres de cualquier intervención humana. Cómo aseguraban al final de la nota: «Desde Schrödinger no ha existido una oportunidad como ésta para los gatos en el campo de la física».

Pero no acaban aquí todas las desventuras de los personajes felinos en el mundo académico, no muy separado en el tiempo de la publicación del trabajo de Jack H. Hetherington y su gato F.D.C. Willard, en 1982 en la revista de filosofía Australasian Journal of Philosophy se publicó una nota firmada por un tal Bruce Le Catt que criticaba el trabajo del reconocido y reputado filósofo David Kellogg Lewis (Fig. 2). 

David Kellogg Lewis fue uno de los arquitectos filosóficos del denominado Realismo modal, una filosofía según la cual todos los mundos posibles son tan reales como nuestro propio mundo real. En sus postulados se considera que todos los mundos posibles son entidades irreductibles, y que el término «real» es sólo una distinción subjetiva, de manera que cualquiera puede declarar que su mundo real es el real, de igual modo que se llama al lugar donde uno está «aquí» y al momento en el que uno está «ahora».

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Fig. 2. El filósofo David Kellogg Lewis, padre del Realismo Modal.

El autor que criticó su trabajo aquel 1982, fiel a la idea del realismo modal, no fue un autor normal, sino que fue supuestamente su mascota, otro gato, quien replicó su propuesta. Bruce Le Catt era el nombre de su amigo felino, y el pseudónimo que el propio David Kellogg Lewis utilizó para rebatir sus propias ideas. Han tenido que pasar 35 años, para que en 2017 la revista se decidiese a retirar el trabajo de Bruce Le Catt al considerar que se trataba de un fraude en el cual el autor se hacía referencia a sí mismo y se discutía consigo mismo a través del pseudónimo usurpado de su mascota. Quizás con ello David Kellogg Lewis no quería más que demostrar que cualquier mundo real es posible, incluso aquel en el cual usurpaba la identidad de su gato para criticarse a sí mismo, confirmando así que la distinción de realidad no es más que una cuestión subjetiva.

A los dos casos mencionados de los mininos, tanto al coautor del físico, como al alter ego del filósofo que se criticaba a sí mismo, hay que añadir al menos un par de casos más en los que otros científicos echaron mano de sus animales de compañía para firmas sus trabajos.

Uno bien sonado es el del físico Andréi Konstantínovich Gueim, más conocido como Andre Geim, que en 2010 fue galardonado con el Premio Nobel de Física junto con Konstantín Novosiólov. Tan aclamado físico nueve años antes publico un artículo en Physica B: Condensed Matter, en el cual llevaba como autor a H.A.M.S. ter Tisha. Si os fijáis bien en las iniciales del nombre del autor descubriréis de que tipo de coautor se trata. Exacto, el autor era su mascota, un hámster que respondía al nombre de Tisha.

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Fig. 3. El físico Andre Geim galardonado con el Premio Nobel de Física y el Ig Nobel unos años antes por hacer levitar a una rana viva mediante el uso de campos magnéticos. 

Y tratándose de animales de compañía, no podía faltar una historia perruna, esta vez de la mano de Polly Matzinger, una bióloga experta en inmunología que propuso la Teoría del Peligro en 1994. En 1978, el mismo año que Jack H. Hetherington descubría que su coautor había sido su precioso gato siamés, Polly compartía autoría en un trabajo publicado en Journal of Experimental Medicine con su perra Galadriel Mirkwood (nombre basado en la doncella elfa de J.R.R. Tolkien creada para El Señor de los Anillos). Al parecer las motivaciones que la llevaron a incluir a su mascota como autora no difieren mucho de las de Jack H. Hetherington: problemas con el uso de la voz narrativa. Explicó en su momento, que sintiéndose incomoda usando la voz pasiva (se hizo) tan común en artículos científicos, e insegura para escribir en primera persona (hice), optó por usar una voz plural (hicimos), decidiendo entonces que Galadriel sería quien firmase como coautora.

En general, a pesar de la broma que dedicó al gato de Jack H. Hetherington la Sociedad Americana de Física, podría decirse que ninguna de estas «travesuras» fueron bien recibidas por los editores respectivos cuando se destapó quien había detrás de cada uno de estos casos. Sin ir más lejos a Polly Matzinger el editor en jefe le prohibió volver a publicar de por vida en la revista Journal of Experimental Immunology. Después de todo se supone que la ciencia es algo muy serio, en la que el humor apenas tiene cabida, y mucho menos en el mundo editorial. Los propios textos científicos, donde predominan las voces pasivas, miran de suprimir toda posible subjetividad al contenido imponiendo una voz narrativa impersonal. Las especulaciones y opiniones suelen ser suprimidas durante la revisión por revisores y editores.  

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Fig. 4. La bióloga experta en inmunología Polly Matzinger con su perra Annie.

Pero pensándolo bien, incluir un animal de compañía como coautor quizás después de todo no sea tan mala idea. Sólo pensando en algunas historias de compañeros que tuvieron que aceptar como «otros» coautores les eran impuestos en sus publicaciones (especialmente si la publicación era en una revista de prestigio), algo así como un derecho de pernada, aunque su contribución al estudio hubiese sido nulo, por rondar simplemente por el departamento o formar parte del equipo; la idea de hacer firmar al compañero animal que se sienta al regazo de tu escritorio, o se tumba sobre tu pila de artículos sobre la mesa, e incluso el hámster que se entretiene, y te entretiene, dando vueltas a su noria mientras analizas y escribes un manuscrito, no me parece ni mucho menos descabellada.

Diría que hasta casi más sincera que incluir en la autoría a alguien que tan siquiera ha compartido esas horas de trabajo contigo, que firma porque pasaba por ahí. Y al parecer no soy el único que piensa de esta manera, durante el ejercicio de titularidad de Polly Matzinger en la Universidad, al parecer los miembros del tribunal le reconocieron que la coautoría con su perra no constituía un caso de fraude científico, que habían comprobado que la perra era real y que había pasado más horas en el laboratorio y junto al escritorio que muchos otros coautores humanos que firman trabajos académicos. Así es, la multiautoria demasiadas veces está inflada de manera injusta con nombres que no deberían estar, así que ante tal injusticia no está mal que se cuele de vez en cuando uno de nuestros adorados animales de compañía. Lo sorprendente será el día que uno de ellos escriba un tratado desde su perspectiva:     

«Y luego está otro asunto que debería llevarnos a todos a reflexión. ¿Por qué usan sólo dos piernas para caminar cuando resulta que tienen cuatro extremidades disponibles? ¡Qué enorme desperdicio de recursos naturales! Si utilizasen las cuatro patas podrían andar mucho más aprisa, sin embargo, insisten en seguir usando sólo dos y llevar las otras dos colgando de los hombros como si fueran un par de bacalaos secos. De todo esto sólo se puede deducir que los seres humanos, con bastante más tiempo para desperdiciar que los gatos, combaten su aburrimiento congénito dedicándose en cuerpo y alma a actividades que les hacen perder el tiempo. Pero lo más curioso del asunto es que cada vez que uno de ellos se encuentra con otro no hace más que hablar de lo tremendamente ocupados que están, y lo bueno es que sus caras parecen demostrar que no mienten». 

Natsume Sōseki (夏目 漱石): “Soy un gato” Ediciones Impedimenta. 

 

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