texto original: Daniel DeNicola para aeon
¿Tenemos derecho a creer lo que queramos creer? Este supuesto derecho muchas veces es esgrimido y reivindicado como el último recurso del ignorante deliberado, por aquella persona acorralada por las evidencias y la opinión creciente contraría a sus creencias. Lo que comúnmente llamamos un cierre en banda ante la falta de argumentos: «Creo que el cambio climático es una mentira, que no existe, a pasar de lo que digan los otros, no lo creo, ¡y tengo derecho a así creerlo!»
¿Existe realmente tal derecho?
Reconocemos el derecho a saber y conocer ciertas cosas. Tenemos derecho a conocer nuestras condiciones de empleo, el diagnóstico del médico, las calificaciones obtenidas en los estudios, el nombre del denunciante y de los cargos de los que se nos acusa, y un largo sin fin más de derechos de conocimiento. Pero la creencia no es conocimiento.
Las creencias son fácticas: creer es considerar que algo es verdadero. Sería absurdo, decir: «Está lloviendo, pero no creo que esté lloviendo», tal como observó el filósofo analítico G.E. Moore en la década de 1940. Las creencias aspiran a la verdad, pero no por las implican. Es más, las creencias pueden ser falsas, injustificadas por evidencias o por consideraciones razonadas que las contradigan. O al menos las pongan en duda. También pueden ser moralmente repugnantes. Existen muchos creencias que entrarían en este rango: las creencias sexistas, racistas u homofóbicas; la creencia de que la buena educación de un niño pasa por «romper su voluntad» y el castigo corporal severo; la creencia de que los ancianos deberían ser sometidos a eutanasia de manera rutinaria; o la creencia de que la limpieza étnica es un solución política, y así sucesivamente en un listado casi interminable. Si consideramos que estas ideas son moralmente incorrectas, y condenamos no sólo los actos potenciales que se originan de dichas creencias, sino también el contenido de la creencia misma, el propio acto de créelo y, por lo tanto, al creyente también deberemos de considerarlo incorrecto.
Tales juicios pueden llevarnos a pensar muchas veces que el «creer» es un acto voluntario. Sin embargo las creencias son con frecuencia más como los estados mentales o las actitudes que como verdaderas acciones decisivas. Algunas creencias, como los valores personales, no se escogen deliberadamente; muchos son «heredados” de los padres y adquiridos sin ser conscientes de ello, inadvertidamente, igual que los inculcados por instituciones y autoridades, o asumidos por rumores. Por esta razón, creo, que no es siempre la creencia de «querer sostener algo» lo que resulta problemático, sino que es más bien el mantenimiento de dichas creencias, el rechazo a no creer y descartarlas, lo que si resulta voluntario y éticamente incorrecto.
Si el contenido de una creencia se juzga moralmente incorrecta, también se debe considerar que la creencia en sí es falsa. La creencia de que una raza es inferior a otra, no es solamente un principio racista y moralmente repugnante, sino que debe también considerarse como falsa, aunque quien crea en ello no lo vea así. La falsedad de una creencia es una condición necesaria pero no suficiente para que una creencia sea moralmente incorrecta; tampoco la fealdad de su contenido es suficiente que la creencia sea considerada moralmente incorrecta. Por desgracia, en realidad existen verdades moralmente repugnantes, pero no es el que cree en ellas el que las hace así. Su inmoralidad está insertada en el mundo, no en la creencia de uno sobre el mundo.
«¿Quién eres tú para decirme lo que debo creer?», responde el fanático. Es una estrategia errónea, un desafío sin sentido, pues implica que certificar las propias creencias es una cuestión de autoridad. Creer sin más es ignorar el rol de la realidad. La creencia sin más es lo que los filósofos califican «ajustar el mundo a la mente». En las que el individuo antepone las creencias para ver reflejadas en ellas el funcionamiento del mundo real. Y es en este punto en el cual las ideas pueden realmente fanatizarse y peder el control. Hay creencias que podrían calificarse de irresponsables; más bien hay creencias que se adquieren y se retienen de manera totalmente irresponsables. Uno puede ignorar evidencias, aceptar chismes y rumores, e incluso testimonios de fuentes sospechosas, ignorar las incoherencias con otras creencias, abrazar ilusiones, e incluso mostrar predilección por las teorías de la conspiración.
No se trata de volver al severo evidencialismo propugnado por el filósofo matemático William K. Clifford, quien en el siglo XIX afirmó: «Está mal, siempre, en todas partes, y para todo el mundo, el creer cualquier cosa sin las evidencias suficientes». Clifford pretendía prevenirnos de la “incredulidad” irresponsable, en las que las ilusiones, la fe ciega o los sentimientos guían y justifican las creencias en lugar de hacerlo las evidencias. Sin duda alguna, su afirmación es extremadamente severa y restrictiva. En cualquier sociedad compleja, se presupone que el ciudadano tiene que confiar en los testimonios fe fuentes confiables, el juicio del experto y las mejores evidencias posibles. Sin embargo, como el psicólogo William James dijo en 1896, muchas de nuestras creencias más importantes sobre el mundo y la perspectiva humana deben formarse sin la posibilidad de evidencias suficientes. No existe un conocimiento suficiente o consensuado. Es bajo estas circunstancias en las cuales la «voluntad o deseo de creer» nos autoriza a elegir el creer en aquella alternativa que proyecta una vida mejor.
Los derechos tienen límites, y como derechos además conllevan unas responsabilidades
Al explorar las diversas experiencias religiosas, James nos recuerda que el «derecho a cree» puede establecer un ambiente de tolerancia religiosa. Aquellas religiones que se autodefinen por una serie de creencias requeridas (o credos) son las que se han involucrado en la represión, la tortura y las innumerables guerras contra los que no fraternizaban con sus creencias. Son estos movimientos de creencias los únicos que pueden abarcar el reconocimiento del «derecho a creer» mutuo entre sus creyentes y tolerancia hacia los no creyentes. Aún así, incluso en este contexto, las creencias extremadamente intolerantes no pueden ser toleradas. Los derechos tienen límites, y como derechos además conllevan unas responsabilidades.
Desafortunadamente, hoy en día mucha gente para permitirse la licencia del derecho a creer, eso sí, liberándose de toda responsabilidad que ello conlleva. La ignorancia voluntaria y el conocimiento falso que comúnmente se defiende con la simple afirmación: «tengo derecho a creer lo que quiera», no cumple con los requisitos promulgados por James. Por ejemplo, consideremos a aquellos que creen que los aterrizajes lunares o el tiroteo en la escuela de Sandy Hook, fueron hechos ficticios, tramas creadas por el gobierno; o a aquellos que creen que Barak Obama es musulmán; que la Tierra es plana; o que el Cambio Climático es una patraña. En todos estos casos, el derecho a creer se proclama como un derecho negativo, es decir, su única creencia e intención es la de excluir el diálogo, desviar el foco de la cuestión de los desafíos, para evitar que otros interfieran con el compromiso que sus creencias les confieren. En ellos la mente está absolutamente cerrada, niegan cualquier voluntad de aprendizaje. Podrán alzarse y considerarse los «verdaderos creyentes», pero lo que no son, es creyentes en la verdad.
Creer, como querer, parece ser algo fundamental para la autonomía del individuo, el último eslabón que confiere verdadera libertad a uno. Pero, como Clifford dijo: «la creencia de ningún hombre es, en cualquier caso, un asunto privado que se refiere solo a sí mismo». Las creencias moldean actitudes y motivos, guían las elecciones y las acciones. Creer y conocer son acciones que tienen lugar dentro de una comunidad epistémica, y como tales tienen sus efectos. Existe una ética del creer, de adquirir, sostener y renunciar a las creencias, y esa ética genera, moldea y limita nuestro derecho a creer. Al igual que algunas creencias son falsas, o moralmente repugnantes, o irresponsables, otras creencias son peligrosas. Y a esas, a esas creencias peligrosas no tenemos ningún derecho.
Texto original de Daniel DeNicola, profesor y director de filosofía en el Gettysburg College de Pensilvania. Autor del libro “The surprising impact of what we don’t know (2017)”, por el que ha sido galardonado con el premio de filosofía PROSE 2018.
El artículo original apareció publicado en Aeon bajo el título “You don’t have a right to Belive whatever you want to”, el 14 de mayo de 2018.