Fue pocos años después de la publicación de El Origen de las especies de Darwin cuando el naturalista alemán Ernst Haeckel, sin ser consciente de ello puso la semilla de lo que aún hoy en día sigue siendo un mito científico: el eslabón perdido.
Influenciado por todas las ideas evolucionistas que le habían precedido, entendía la evolución como un proceso de progreso desde las formas más simples a las más complejas, colocando en lo alto de la cúspide a los humanos. Se atrevió a describir una secuencia evolutiva para el hombre que constaba de 24 estadios de los cuales, el penúltimo precisamente era el «eslabón perdido» (Fig. 1). La forma inexistente que debía estar a medio camino entre los primates (el orangután) y el humano moderno. Estaba tan convencido de la existencia fósil de aquella forma intermedia que hasta le otorgó un nombre: Pithecanthropus alalus (hombre-mono sin habla). Para Haeckel la diferencia más relevante entre humanos y animales era el lenguaje. Especuló que el bipedismo y la forma humanoide se desarrollaron antes que nuestras capacidades mentales que nos permitiesen desarrollar una comunicación hablada. Primero llegó el cuerpo humano, luego el cerebro humano y con el cerebro llegó el lenguaje. Por eso en su diagrama de 24 estadios al número 23 lo denominó como «hombre-mono sin habla». Especuló que se encontraría un eslabón de aspecto humano pero menor capacidad cerebral y por tanto sin habla, e incluso planteó la hipótesis de que sus restos se encontrarían en el sudeste asiático, pues era allí en el continente perdido de Lemuria, donde habría tenido lugar la transición de primates a hombres. Gran admirador de las ideas de Darwin difería sin embargo sobre el origen africano de la humanidad situándolo en Asia.
Curiosamente, la primera evidencia de una especie humana primitiva y extinta ya llevaba unos años descubierta, incluso pocos años antes de la publicación de El Origen de las especies. En setiembre de 1856 unos obreros hallaron en una cueva cerca de Düsseldorf unos huesos fosilizados a los que el maestro Johann Carl Fuhlrott ya asignó como «muy antiguos que pertenecía a un ser humano muy diferente del hombre contemporáneo». Sin ser consciente de ello había descubierto al hombre de Neanderthal, pero el descubrimiento no trascendería, Darwin todavía no había publicado su obra cumbre, y las ideas evolucionistas no gozaban de gran aceptación tan siquiera entre biólogos y naturalistas de la época. El propio Rudolf Virchow (padre de la teoría celular) dictaminó entonces que aquello no eran más que los huesos de un antiguo «idiota con artrosis». No ha sido el único científico en negar las evidencias por el clima social y político de su época.
En busca del eslabón perdido
Así que aún teniendo una evidencia de la evolución humana entre los primates y el humano a mano, Haeckel no tuvo constancia de ello. Ni él ni la comunidad científica que abrazaba la teoría de la evolución, pero el concepto de «eslabón perdido» había cobrado tanta fuerza entre algunos de ellos y en el conjunto de la sociedad que se convirtió en una clase de mito científico. Desde la publicación de El origen de las especies, Darwin y su obra fueron las referencias para que toda aquella generación discutiese sobre el lugar del hombre en la naturaleza. No es que la discusión filosófica empezase con Darwin, la idea de la posición que ocupaba el hombre en el mundo natural llevaba planteándose desde los inicios de la filosofía. Así como de la Scala naturae y las ideas cristianas sobre el orden y las jerarquías de los diferentes elementos de la naturaleza. La idea de la existencia de una Gran cadena de los seres venía de atrás en el tiempo, pero cobró mayor interés durante los siglos XVIII y XIX cuando las ciencias naturales empezaron a ordenar y clasificar a los seres vivos y surgieron los primeros conceptos de evolución. La síntesis y los mecanismos deducidos de Darwin fueron los que al final recogieron y concentraron aquella discusión. Tanto los que estaban en contra como a favor de la evolución requerían la prueba del eslabón perdido que permitiese ubicar al hombre en el lugar que le correspondía en la cadena evolutiva. Unos como prueba de sus teorías, otros como exigencia que confiaban imposible que les permitiese mantenerse en sus creencias.
Este ambiente creo un espíritu de «caza por el eslabón perdido». Una de las personas obsesionadas con la convicción de su existencia fue el holandés Eugène Dubois. Este médico de profesión se embarcó como voluntario del Cuerpo Médico de la Armada Holandesa de las Indias del Este, confiando en poder combinar sus servicios militares con su búsqueda paleoantropológica de los orígenes del hombre. En Marzo de 1890 se trasladó a Java a supervisar unas excavaciones llevadas a cabo por convictos en las cuales habían aparecido varios fósiles, muchos de ellos pertenecientes a mamíferos extintos que dibujaban una fauna propia del Pleistoceno. Se volcó en esa excavación convencido de poder encontrar algo, confiaba que el Pithecanthropus predicho por Haeckel se encontraría allí, hasta que en octubre de 1891 le llegó la recompensa y aparición una mandíbula. La aparición de otros huesos a lo largo de 1892 le permitió describir a finales de ese mismo año los restos como Pithecanthropus erecto (hombre-mono erecto). Con el tiempo los fósiles clasificados por Dubois cambiarían a Homo erectus, pero sin duda alguna aquel hallazgo supuso un hito en la historia de la ciencia. En todos los medios de la época aquellos restos fueron bautizados como el Hombre de Java y los titulares de entonces no dudaron en hacer uso del concepto de «eslabón perdido» para propagar la noticia (Fig. 2).
El mito, hasta entonces limitado al círculo científico, saltó así a los medios de comunicación y se popularizó entre la sociedad. Se había encontrado el eslabón perdido que confirmaba el proceso evolutivo descrito por Darwin y Haeckel entre otros.
En sus informes del tercer Congreso Internacional de Zoología, celebrado en Leyden en el año 1895, las dos revistas Science y Nature destacaron que el trabajo que había despertado más interés había sido la descripción de Pithecanthropus erectus de Dubois. No toda la comunidad científica reaccionó de la misma manera, parte de ella era reacia a creer aquella teoría y rechazaron la interpretación de Dubois que aseguraba que su fósil era una forma intermedia entre los primates y los humanos. Entre los que estaban en contra, volvemos a encontrar a Rudolf Virchow, el mismo que había sido incapaz de ver años antes que los restos del hombre de Neanderthal pertenecían a una forma diferente. Sin embargo el propio Haeckel en aquel congreso despejó cualquier duda sobre si el Pithecanthropus era una especie nueva. «Él es, sin duda, el largamente buscado eslabón perdido, el mismo que propuse en 1866 como hipotético género Pithecanthropus, especie alalus».
Haeckel reafirmo su convicción en 1898 en su discurso titulado Our Present Knowledge of the Descent of Man al recibir el título honorario en la Universidad de Cambridge durante el Cuarto Congreso Internacional de Zoología. En su visión sobre la evolución humana había añadido nuevos estadios, incluyendo el fósil Pithecanthropus erectus de Dubois a la vigésima etapa. Resaltó su valor al mencionar que se trataba de la única evidencia fósil encontrada hasta el momento, y aún así se mostró contundente en sus conclusiones: «podemos decir con seguridad que el pedigrí de los Primates, desde los más antiguos lémures del Eoceno hasta el hombre moderno lo conoceremos ahora tan bien, con sus características principales tan firmemente fijadas en la era Terciaria, que podemos decir que no hay ningún eslabón perdido».
Se volvió a celebrar su descubrimiento ese mismo año con la reedición de Natürliche Schöpfungsgesichte (Historia Natural de la Creación) que incluía una lámina ilustrada por el pintor Gabriel von Max que había regalado a Haeckel por su cumpleaños en 1894. La reconstrucción de Gabriel von Max era la de unos individuos regordetes y grotescos que contrastaba con el imaginario descrito hasta entonces de la especie por Henri du Cleuziou en su obra La création de l’homie et les premiers ages de humanité publicado en 1887. El francés hablaba de unos individuos altos, esbeltos y atléticos, cubiertos con pieles y con hachas de piedra como herramientas habitando cuevas, sin embargo el cuadro de Gabriel von Max los representaba como primates desnudos, obesos, con aspecto triste y miserable (Fig 3). Todo y eso, Haeckel consideró aquella imagen como aceptable y la mantuvo en su ediciones posteriores.
La falta de pruebas fósiles, que hasta entonces había sido el gran argumento de aquellos contrarios a la evolución, de repente parecía jugar a favor de los evolucionistas. El «eslabón perdido» que habían exigido durante años los creacionistas como prueba había por fin aparecido. El mito se había vuelto realidad, pero lejos de apagarse, aquel descubrimiento no hizo sino aumentar la exigencia. La sociedad, los que estaban tanto a favor, como sobre todo, los que estaban en contra de las teorías evolutivas, requerían nuevos eslabones perdidos.
Durante el siglo XIX y XX aparecieron eslabones perdidos de todo tipo hasta convertirse en un concepto popular presente en periódicos, libros y películas
Casi inmediatamente con la publicación de El origen de las especies, los medios se llenaron con ilustraciones, caricaturas, fotografías y todo tipo de montajes falsos que ridiculizasen los esfuerzos por encontrar las similitudes entre el hombre moderno y los primates. El mito del eslabón perdido se convirtió en una obsesión. Para una parte importante de la sociedad el único interés del eslabón perdido era definir la humanidad. Marcar las diferencias entre lo que somos los humanos respecto a todos los otros organismos. Identificar el eslabón perdido no es más que identificar nuestra singularidad como especie, ese es el triste destino de el eslabón perdido, su importancia es sólo tal porque está vinculada a la historia humana. Por si mismo, el eslabón perdido no tiene interés alguno. Eso pasó con los registros fósiles verdaderos o falsos que aparecieron al principio e incluso con los «eslabones perdidos vivientes». Fuera de los círculos científicos aquellos fueron grandes eventos mediáticos que permitía a la sociedad mirar por encima del hombro al resto de la naturaleza e incluso a aquellas formas humanas que consideraban bajas.
Porque también hubo eslabones perdidos vivientes. A finales del siglo XIX y principios del XX no faltaron exhibiciones de gente de diferentes etnias vestidos en trajes folclóricos y otros rasgos culturales exóticos que mostraban todos los tópicos que europeos y norteamericanos tenían sobre los «salvajes». Algunos de ellos fueron exhibidos en las ferias como eslabones perdidos vivientes, individuos o grupos humanos que estaban a medio camino entre los primates y los civilizados europeos. Una de las más famosas posiblemente fue Krao, una niña de Laos afectada de hipertricosis (Fig. 4). Supuestamente capturada en 1881 por el explorador Carl Bock. La niña era presentada como parte de una tribu primitiva de humanos simiescos cubiertos de vello y arborícolas. En 1883 la niña fue exhibida por Europa de la mano de Antonio el Gran Farini, nombre artístico de William Leonard Hunt, un funambulista y promotor de espectáculos canadiense. La propaganda rezaba: «The Missing Link: A Living Proof of Darwin’s Theory of the Descent of Man» (Fig. 5). Pero no fue la única, otros indígenas peludos jugaron ese papel en diversas ferias, incluso numerosos afroamericanos en Estados Unidos eran caracterizados como individuos a medio camino entre humanos y chimpancés.
Todos ellos buscaban el sensacionalismo que le otorgaba la teoría evolutiva. Muchos hicieron con ello dinero, aprovechándose de la curiosidad que generaba entre la sociedad esas nuevas ideas, que al mismo tiempo servían para reafirmar sus prejuicios respecto a otros grupos humanos, confirmar el racismo desde una perspectiva científica e inflar aún más si cabe los sentimientos de superioridad eurocentristas de la época.
Alrededor de 1900, el eslabón perdido disfrutó de un lugar privilegiado en los debates científicos, en el trabajo de campo y sobre todo en el imaginario del público. Se usaba desde todos los ámbitos sociales con objetivos muy diferentes, aparecía en la literatura, en la publicidad, en la sátira de los periódicos, así como en los zoológicos y en las exposiciones itinerantes como las expuestas anteriormente. Había pasado de ser una cuestión hipotética dentro de una teoría científica a un fenómeno materializado en todos los ámbitos sociales: museos, periódicos, dibujos animados, mercados, propaganda, etc… Científicos y no científicos competían por haber encontrado el «verdadero» eslabón perdido. Todos ellos convencidos de la importancia de sus descubrimientos, tal fue la avalancha de eslabones perdidos que incluso se alzaron algunas voces preocupadas por el uso del término, como la del banquero, escritor y antrópologo Edward Clodd quien llegó a escribir:
«El hombre ni desciende ni es hermano de los simios, más bien es una especie de primo de los mismos, así que la respuesta frecuente a: ¿dónde está el eslabón perdido entre ellos? Hay que decir que no hay un eslabón perdido; nunca ha habido ninguno. Al igual que observamos semejanzas y diferencias entre los simios entre ellos, lo mismo sucede entre éstos y los humanos. Las semejanzas se explican por descender de un mismo ancestro, las diferencias aparecieron lenta y sutilmente de formas muy diversas. Los Primates constituyen las ramas superiores del árbol de la vida, cuya rama más alta es el hombre».
A pesar de estas voces, el concepto se siguió usando de manera indiscriminada a medida que se iban descubriendo fósiles homínidos a la largo del siglo XX. Todos ellos siempre presentados a bombo y platillo con el honorable estatus del único eslabón perdido. El argumento de Clodd fue tomado como una reacción estándar por muchos científicos evolutivos, paleoantropólogos y arqueólogos cuando trataban de criticar los hallazgos de sus rivales. Era la forma de restar importancia a los descubrimientos de los otros, pero que no dudaban en usar con los resultados de sus propias investigaciones, entonces sí que el mundo entero se encontraba ante el eslabón perdido. Después de todo, el concepto es una forma breve, un atajo y un buen trampolín para promocionar las investigaciones de uno. Es obvio que en términos evolutivos no tiene sentido hablar de un único eslabón perdido. De hecho los científicos del siglo XIX ya eran conscientes de ellos, pero el concepto había tenido tanto éxito entre divulgadores y la sociedad que científicos y periodistas no dejaron de usarlo.
La idea se popularizó tanto que apareció de manera intermitente a lo largo del siglo XX en la cultura popular, en la literatura y el cine se proyectaron historias ambientadas alrededor de su mito (Fig. 6). Películas como White Pongo (1945) o The Creature from the Black Lagoon (1945) mostraban a exploradores adentrándose en selvas y mundos perdidos buscando el eslabón perdido. Otras como Trog (1970) nos enfrentaban a un eslabón perdido viviente, mientras que The missing link (1988) miraba de recrear como era el mundo hace un millón de años y como desapareció el eslabón perdido.
Pero nos engañaríamos si creyésemos que la idea de «eslabón perdido» es cosa del pasado, porque no lo es. Afortunadamente ha perdido el componente racista o supremacista del que gozó en el siglo XIX y principios del XX, al menos en el ámbito periodístico y científico, aunque ahí sigue en la cultura popular, pero el concepto sigue tan vigente como entonces. Incluso más, pues la sociedad es hoy más mercantil que antes, y el mito del eslabón perdido resulta comercialmente demasiado atractivo como para que los medios de comunicación dejen de hacer uso del mismo.
Hoy sigue siendo un titular sensacionalista muy usado por la prensa e incluso algunos científicos para divulgar sus nuevos descubrimientos
Se usó con el fraude del Hombre de Piltdown, con el descubrimiento del Australopithecus africanus en 1924, el Homo habilis en 1964, con Lucy (Australopithecus aferensis) en 1974 y así con cada uno de los nuevos hallazgos que ha ido aportando luz o complejidad a la reconstrucción de nuestro pasado o el de nuestros antecesores. A día de hoy todo sigue igual, sirvan a modo de ejemplo esta pequeña selección de noticias de algunos periódicos y medios de comunicación españoles de los últimos años:
El Homo naledi, el eslabón perdido de la evolución humana, convivió con el ser humano. 23/05/2018, Antena3.
El Homo naledi, el misterioso eslabón de la evolución humana. Arturo Escarda. 22/04/2018, La Vanguardia.
El Homo naledi, el misterioso eslabón de la evolución humana. EFE. 22/04/2018, eldiario.es
“Alesi”, el eslabón perdido en la evolución de los simios y el hombre. Mar de Miguel. 09/08/2017, El Mundo.
Las manos y los pies del ‘eslabón perdido’ hablan de su doble vida. Daniel Mediavilla. 05/10/2015, El País.
Hallan en África al posible eslabón perdido entre australopitecos y hombres. José Manuel Nieves. 11/9/2015, ABC.
Laia: el eslabón catalán de la evolución. Miguel G. Corral. 29/10/2015, El Mundo
Descubren el “eslabón perdido” entre hombres y primates: un lemur de 47 millones de años. Europa Press. 19/05/2009, RTVE.
¿El eslabón perdido?: fósil hallado recientemente vincula al ser humano con los lémures. 19/05/2009, National Geographic.
Desde un punto de vista científico no tiene ningún sentido hablar sobre eslabones perdidos, porque el número de eslabones perdidos es interminable. El propio Darwin ya reconoció ese problema en su primera edición de El origen de la especies: «As on the theory of natural selection an interminable number of intermediate forms have existed, linking together all the species in each group by gradations as fine as our present varieties, it may be asked, why do we not see those linking forms all around us?» Darwin consideró en su momento que aquella falta de registros fósiles iba a ser «the most obvious and forcible of the many objections which may be urged against my theory». Sabemos que el resistor fósil es imperfecto, que sólo representan una pequeña fracción de las especies extinguidas. Pero no sólo eso, pretender poder dibujar una cadena perfecta de transiciones de una forma a otra es una utopia que todo científico sabe hoy que resulta imposible. La evolución implica cambios graduales y continuos en el tiempo. La evolución es en muchas de sus etapas gradual, incluso la teoría del equilibrio puntuado que sugiere episodios aislados de especialización rápida no implica discontinuidad. Los factores ambientales van introduciendo cambios lentamente, el conocimiento actual de genética y las numerosas pruebas que se tienen de microevolución nos enseñan que la evolución no funciona con eslabones en los que en un momento tenemos una especie y al siguiente tenemos algo completamente diferente. Esa es la idea errónea que transmite el mito del eslabón perdido, donde las formas son identificables como diferentes todas ellas unas de las otras. Pero su arraigo popular y su éxito mediático es tanto que de momento el mito pervive aunque leyendo los foros de las noticias publicadas arriba puede percibirse cierto hartazgo entre el público por el uso abusivo del mismo:
«Esto del eslabón perdido es una simpleza» ; «Cada vez me creo menos esto de los simios y nosotros. Veremos cuanto tarda en aparecer otro fósil y otra teoría. Esto del eslabón perdido está cada vez más perdido» ; «Vaya obsesión con lo del eslabón perdido. Ya es el enésimo descubrimiento que se anuncia bajo este título. Entre humanos y simios más que un eslabón lo que hay es un abismo. Cuando la ciencia se obsesiona en probar una determinada teoría en realidad lo que hace es alejarse de la ciencia» ; «El eslabón perdido no es entre el gibón y el chimpancé, sino un antecesor del Homo sapiens, y ese, sigue sin encontrarse» ; «El eslabón perdido sigue estando perdido y me temo que no existe».
Si bien el concepto mira de evitarse en el ámbito científico, no deja de sorprender que los medios de comunicación sigan usándolo en sus titulares. Su inmediatez y su mensaje es tan directo e impactante aún en el imaginario popular que editores y redactores siguen viéndose tentados a usarlo en sus trabajos aunque ello siga transmitiendo una idea errónea del proceso evolutivo. Los propios científicos, más allá de las publicaciones científicas siguen usando el mito de los eslabones para realzar la importancia de sus descubrimientos. En 2009 vivimos el gran último capítulo mediático al presentarse al mundo dos fósiles: el Darwinius masillae y el Ardipithecus ramidus, conocidos enseguida como Ida y Ardi. Ida, un fósil de 47 millones de años de antigüedad fue considerado por el equipo descubridor como la Octava Maravilla del Mundo, como la Piedra Rosetta de la paleontología, el Santo Grial de la evolución humana, o el equivalente al Arca Perdida de los arqueólogos. No fue la primera ni será la última vez que se nos aseguraba que aquel descubrimiento, aquel nuevo eslabón perdido, «lo cambiaba todo». La BBC hasta produjo un documental titulado The Link que finaliza con un David Attenborough retórico diciendo:
«Podríamos todos descender de Ida. Jørn [Hurum] y su equipo creen que han descubierto nuestro primer ancestro primate. Y precisamente 150 años después de que Darwin propusiera que los humanos somos también parte de mundo animal… tenemos aquí un eslabón que nos conecta no solamente con los monos pero también con el reino animal entero».
La promoción de los huesos fosilizados de Ardi (Ardipithecus ramidus), por otra banda, fue un estudiado y planeado proceso de marketing y merchandising con una página web propia, un canal YouTube, así como una cuenta en Facebook y Twitter que ayudaban a difundir la importancia del fósil. Y seguramente volveremos a ver en un futuro no muy lejano lo mismo implementando las nuevas tecnologías y estrategias de difusión que las redes sociales permitan. Lejos de haber muerto el concepto del eslabón perdido sigue vigente. Es un verdadero superviviente. Un mito cuyo éxito se basa en permitirnos imaginar unos límites bien definidos allí donde no los hay. Porque los humanos seguimos necesitando trazar unos bordes concretos entre nosotros y el resto de los animales. Reafirmar nuestras diferencias. Nuestra singularidad dentro del mundo natural. Después de todo, la búsqueda del eslabón perdido no es más que nuestra propia búsqueda. He ahí su éxito.
Lecturas complementarias
- Gregory, T.R. (2009) Understanding Natural Selection: essential concepts and common misconceptions. Evolution: Education and Outreach 2:156–175
- Kjærgaard, P. C. (2010) The Darwin Enterprise: From Scientific Icon to Global Product. History of Science 48:105–22
- Kjærgaard, P. C. (2011) Ida and Ardi: the fossil cover girls of 2009. The Evolutionary Review 2:1–9
- Kjærgaard, P. C. (2011) Hurrah for the Missing Link!’: A History of Apes, Ancestors and a Crucial Piece of Evidence. Notes and Records of the Royal Society 65: 83–98
- Kjærgaard, P. C. (2018) The missing link and human origins: understanding an evolutionary icon. In Perspectives on Science and Culture. ISBN: 978-1-61249-521-7
- Lavers, C. (2001) Bones of contention. The Guardian 19 May 2001
- Nehm, R., Rector, M.A., Ha, M. (2010) Force-Talk’ in Evolutionary Explanation: Metaphors and Misconceptions. Evolution: Education and Outreach 3:605–13
- Sinatra, G., et al. (2008) Changing Minds? Implications of Conceptual Change for Teaching and Learning about Biological Evolution. Evolution: Education and Outreach 1:189–95
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