Como la ciencia y la genética han moldeado el debate sobre las razas

Existe el mito de que la ciencia es políticamente neutra. Algo imposible teniendo en cuenta que todo nuevo conocimiento afecta al desarrollo y el concepto del mundo. La ciencia, como cualquier otra actividad humana, está hecha por personas, y estas siempre se guían por sus intereses, sus intenciones y sus ambiciones. Suponer que los científicos carecen de estas características humanas es una quimera. Y por tanto, también es una quimera decir que la ciencia no es política. O que es neutra. Sea de manera voluntaria o no, demasiadas veces los científicos parecen no entender el impacto de sus investigaciones o de las fuerzas externas que pueden apropiarse de sus resultados y moldearlos con fines políticos nada neutros, por ello deberían implicarse más en explicar al gran público sus resultados y evitar sus manipulación por otros agentes interesados.

La ciencia no es un ente neutro, algo que como una máquina carece de las virtudes y vicios de los humanos. El método científico no es una computadora en la cual se introducen unas variables y se obtienen unos resultados de conocimiento; todo el proceso, sobre todo el origen de las hipótesis es puramente humano. Y com tal, afectado por las virtudes y vicios del científico de turno. 

Desde el nacimiento de la ciencia moderna, muchos científicos creyeron que el contenido de la ciencia, su conocimiento, era algo totalmente independiente y ajeno a las actividad humana. Por ello, los científicos estaban convencidos que el conocimiento que generaban no era otro que la verdad. Estaban describiendo la realidad del mundo. La interferencia que ellos hiciesen al observar e interpretar no parecía tener importancia. Se creían capaces de estar por encima de cualquier influencia social. No entendían que toda actividad, incluso la personal está inmersa en un contexto histórico y cultural del cual es imposible abstraerse. Para ellos, la ciencia era un instrumento neutral, que podía ser beneficioso o pernicioso en función de las decisiones que tomasen aquellos que ponían en práctica sus conocimientos. De eso no cabe duda, la ciencia se ha usado muchas veces para causas buenas, como otras muchas para causas malas. El conocimiento y su uso no afecta el debate sobre la neutralidad de la ciencia.

Los científicos no viven sumergidos en la nada, en un vacío social, libre de toda ideología. Como cualquier otro individuo que vive en sociedad, el científico no es independiente, y sufre, como el resto, toda la influencia histórica y social del momento que le toca vivir. Cuando un investigador empieza su carrera, no lo hace de manera neutra, sus elecciones van guiadas por sus convicciones personales, su ideología y sus aspiraciones profesionales, y sobre todo, por la ciencia del momento. Si un científico quiere conseguir presupuesto para sus estudios no le queda otra que reajustar sus intereses a los intereses generales, estudiar lo que es ciencia puntera, las tendencias y hacia donde van las inversiones. Los equipos científicos tampoco son neutros. Quien escoge y selecciona al personal para su proyecto, no escoge a una persona neutra, en esa selección, como en toda elección humana, juegan los intereses personales, de manera consciente o inconsciente. El tema que investigan, como dan a conocer sus resultados y lo que hacen con ellos, al mismo tiempo están moldeados por el resto de la comunidad científica. La aceptación de unos resultados demasiadas veces pasa por la visión mayoritaria del momento. Las ideas reinantes en la sociedad del momento han moldeado y moldearán la visión del científico. 

Como la sociedad cambia y evoluciona, también lo hace la ciencia, y la ciencia a sí mismo puede ser uno de los motores de esos cambios. La evolución de la ciencia no puede entenderse sin la evolución de la sociedad y viceversa, son como vasos comunicantes que se alimentan los unos a los otros. Sin conocer la historia de las ideas, y el contexto social y político en el que se desarrollaron, se hace difícil entender la progresión del conocimiento. Los científicos casi siempre se han visto influenciados por su momento sociocultural. Incluso aquellas ciencias que aparentemente son experimentales. Uno pensaría que los hechos son los hechos, pero tras cada hecho hay un humano con su interpretación de los hechos, por no mencionar la propia manera de buscarlos, factores todos ellos que condiciona la mirada y las conclusiones.

Un caso paradigmático en el cual la ciencia dejó de ser claramente neutra se dio al finalizar la Segunda Guerra Mundial. Los historiadores de la ciencia marcan un antes y un después de la creación del Proyecto Manhattan que agruparía a numerosos físicos con el objetivo de desarrollar la bomba atómica. Aquellos que ayudaron a su desarrollo se convirtieron después en líderes científicos en sus respectivos campos, pero no sólo ello, sino que recibieron grandes subvenciones para desarrollar nuevas investigaciones. El Estado y el ejército se convirtieron en los principales inversores en ciencia. El objetivo de los avances científicos tenían un objetivo muy concreto, y aunque luego el conocimiento se aprovechase para otra cosa, lo que llevó a su investigación no fue una mirada neutra del mundo o la naturaleza, sino una fuertemente politizada o empujada por grandes aspiraciones individuales. La era de la Gran Ciencia en el campo de la física de entonces, estableció nuevas relaciones entre la producción y la gestión de la ciencia. Los medios de esas investigaciones requerían enormes inversiones de dinero y estructuras, de las cuales el que ponía dinero quería obtener algún beneficio. No era ciencia por la ciencia. No era ciencia básica. Era ciencia dirigida que tuvo lugar en un contexto político concreto. Una periodo, el de la Guerra Fría, en la que la ciencia se politizó hasta extremos. 

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Fig. 1. Aviación estadounidense arrojando Agente Naranja sobre los bosques y los campos vietnamitas, una de las armas químicas que utilizo Estados Unidos para desfilar las selvas, sus efectos químicos se estima que mataron a 3.000.000 de personas y dieron lugar a 500.000 bebés con malformaciones.

En Estados Unidos, la guerra de Vietnam volvió a poner en evidencia la relación estrecha que existía entre científicos y militares. Mientras que socialmente el Proyecto Manhattan se había conseguido vender como un mal necesario para detener el nazismo, el desarrollo de armamento químico empleado en Vietnam no pudo ampararse en excusa alguna (Fig. 1). Muchas universidades estadounidenses contribuyeron al desarrollo de nuevas armas; no eran científicos individuales, sino departamentos enteros con el beneplácito de las administraciones universitarias. 

Al otro lado del Atlántico, en la Unión Soviética, la teoría de Lysenko completamente dirigida por las ideas comunistas generaría una crisis alimentaria enorme. Contrario a la genética, desarrolló una especie de ideas lamarkistas en las que el medio y la experiencia de las plantas lo eran todo, una ideas que estaban más acorde con el ideario comunista que el determinismo de la genética. Cuando le asignaron el puesto de la Academia de Ciencias Agrícolas de la Unión Soviética, se dedicó a hacer una limpieza científica. No importaban los hechos, ni las pruebas, sólo las ideas, y para él, la genética era una idea peligrosa y dañina para el país. Consecuentemente, expulsó, encárelo e incluso condeno a muerte a cientos de científicos, y con ellos puso fin a la genética rusa, un campo hasta entonces floreciente y en pleno auge en el resto del mundo. En octubre de 1947, el propio Lysenko recibiría una carta Stalin en la cual quedaba clara la postura de partido ante la genética: 

“[…] No hay duda de que las perspectivas para las actuales variedades de trigo no son muy buenas y la hibridación podría ayudar en algo. Pronto hablaremos en Moscú sobre la producción de plantas de caucho y la siembra de trigo en invierno. En cuanto a la situación de la biología en el ámbito teórico, pienso que la postura de Michurin es la única que realiza un enfoque científico válido. Los weissmanistas y sus seguidores, que niegan la herencia de caracteres adquiridos, no merecen entrar en el debate. El futuro pertenece a Michuri”.

Sin duda, el futuro de la genética no estaba en la Unión Soviética, aquella decisión política y la aceptación de muchos científicos de aquellas consignas les impidieron desarrollar un campo científico que a día de hoy es posiblemente el más dinámico. 

La eugenesia con argumentos biológicos

Sólo a lo largo del siglo XX, los ejemplos de ciencia no neutra son numerosos. Son demasiados casos en los que la «ciencia fue mal», más allá del desarrollo armamentístico que afectó a la física, la química y la biología, las ciencias médicas y biológicas se han desviado numerosas veces de la supuesta neutralidad. En el siglo pasado se plantearon programas de eugenesia en muchos países, avivados por un darwinismo social llevado al extremo. Su idea, ayudar a la selección natural, impidiendo que los individuos no «aptos» para la sociedad no pudiesen reproducirse y transmitir sus genes. Se buscaba con ello «limpiar» la sociedad de genes que consideraban dañinos para la evolución de la especie. De hecho, la eugenesia era considerada la autodirección de la evolución humana, la reproducción selectiva de la población, como si de ganado se tratase, para conseguir una población genéticamente sana y mejor (Fig. 2).

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Fig. 2. Funcionario alemán tomando medidas craneales de un individuo dentro de su programa de eugenesia.

Las prácticas para llevar a cabo la eugenesia consistía en la esterilización forzada de la parte de la población o el genocidio de grupos concretos. El caso más conocido es el de la Alemania nazi, con sus programas de exterminio de judios y gitanos, que se contaron en millones, así como con la esterilización forzada de enfermos mentales, homosexuales o impedidos que no consideraban aptos para su sociedad. Lo suyo fue la industrialización de la eugenesia y la atomización de la humanidad. Pero aquello no fue más que la culminación de una idea que fue aceptada durante muchísimo tiempo por casi todas las élites políticas de occidente. Desde que el tío de Charles Darwin, Francis Galton, desarrolló la idea moderna, inspirado en la teoría de la evolución de su primo, fueron muchos los que abrazaron la idea. El científico e inventor Alexander Graham Bell fue uno de los que respaldó el concepto. Convencido por sus estudios de que la sordera era hereditaria, recomendó la prohibición de matrimonios con sordos (al parecer su mujer era sorda, pero no eso no impidió que creyese que lo mejor era evitar la reproducción de los mismos). También propuso el control de inmigración con fines eugenésicos. Tres de los hijos de Darwin se sumaron a la eugenesia, hasta el punto de fundar la Sociedad Eugenésica Británica (Fig. 3).

«La eugenesia se convertirá no sólo en el grial, un sustituto de la religión, como Galton había esperado, sino en un “deber primordial” cuyos principios presumiblemente se hacen exigibles» (Leonard Darwin 1912)

No iba desencaminado Leonard, a principios de siglo, la eugenesia era aceptada y practica por muchos gobiernos occidentales. Winston Churchill, el héroe británico y el primer ministro más aclamado por los ingleses, fue uno de sus mayores promotores. Siendo ministro de Interior en 1910 propuso esterilizar a 100.000 enfermos mentales y enviar a otros miles a campos de concentración, con el único objetivo de salvar la raza británica de la decadencia. 

«El aumento rápidamente creciente y contranatural de las clases enfermas e imbéciles, constituye un peligro nacional y para la raza, imposible de exagerar. Creo que debería cortarse y sellarse la frente a partir de la cual se nutre la corriente de locura antes de que pase otro año». Expresaría ese año 1910, y pocos años más tarde, en 1919, como Secretario de Colonias diría respecto a los pueblos árabes: «No comprendo a quienes dudan sobre el uso del gas. Favorezco decididamente el uso de gases venenosos contra las tribus incivilizadas».

El racismo, sostenido y aupado por el racismo científico permitió que políticos de toda Europa y Estados Unidos desarrollaran proyectos raciales y eugenesias. Se dictaron leyes estatales contra la miscegenación o matrimonios interraciales. Estados Unidos no derogó estas leyes hasta 1967. Ahí mismo también se prohibió el matrimonio a todo aquel «epiléptico, imbécil o débil mental». A través de estudios que indicaban que la esquizofrenia, el trastorno polar o la depresión se pasaba de una generación a otra entre familiares, en 1927 se ratificó una serie de leyes que prohibiese el matrimonio de los afectados por alguna de estas enfermedades y su esterilización forzosa. La ley fue abolida en 1945, pero para entonces más de 45.000 enfermos mentales habían sido esterilizados forzosamente.

En Alemania, más allá del nazismo y sus atrocidades, en 1933 se aprobó la ley por la cual se permitía la esterilización forzada de borrachos, criminales sexuales y «lunáticos hereditarios e incurables». Canadá también se sumó a la tendencia de la época llevando a cabo miles de esterilizaciones hasta bien entrados los años 1970. Suecia hizo lo mismo con 62.000 personas, sobre todo enfermos mentales, y minorías étnicas como la de los gitanos. Un programa eugenésico que duró 40 años. Otros países como Australia, Noruega, Francia, Finlandia, Dinamarca, Islandia o Suiza también se sumaron a sus ideas en mayor o menor medida.

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Fig. 3. Cartel de la sociedad británica de eugenesia en los años 1920 comparando la reproducción humana con la selección artificial de los cultivos agrícolas. Los humanos debían ser seleccionados como se hacía con las semillas en los campos, en función de su utilidad social. 

En aquella época la eugenesia era vista como una idea científica progresiva, una tendencia científica en la cresta de la ola, que debería servir para mejorar la raza humana. Todo científico que se preciase la entendía como una idea progresista que iba a solucionar los males de la sociedad, así se entiende que el inventor Nikola Tesla la apoyase, e incluso augurase que en el futuro sería algo universal y común. En 1937 declaró:

«En épocas pasadas, la ley que rige la supervivencia del más fuerte más o menos eliminaba las razas menos deseables. Luego la nueva sensación humana de compasión comenzó a interferir con el funcionamiento imparable de la naturaleza. Como resultado de ello, seguimos manteniendo vivos y criando a los no aptos».

La humanidad tuvo que esperar al horror del Holocausto para oponerse a todas esas aberraciones científicas basadas en estudios casi siempre pobres pero con una fuerte ideología detrás, la ideología que imperaba en la época. La ciencia se hizo algo más humana al descubrir las propias atrocidades que había ayudado a crear. Fue durante los Juicios de Nuremberg, al desvelarse las prácticas de médicos alemanes en los campos de concentración, que se formalizaron una serie de políticas de ética médica y la declaración sobre las razas de la Unesco en 1950. A razón de aquello muchas sociedades científicas publicaron sus propias «declaraciones raciales». De repente el racismo había dejado de ser social y científicamente aceptado. Hasta el punto de que la ciencia dejó de hablar de razas humanas. La biología quería deshacerse de ese lastre histórico.

El racismo científico, una larga historia

Casi la mayoría de biólogos hasta entonces había apoyado la existencia de razas y la clasificación de los grupos humanos en conjuntos raciales y homogéneos. El origen de aquel pensamiento se puede rastrear en el tiempo hasta 1734, año en el cual el escocés Lord Kames, publicó su libro Sketches on the History of Man. En él clamaba que ni el ambiente, ni el clima, ni los gobiernos podían haber moldeado las diferencias humanas, que aquella diversidad sólo podía ser obra de Dios. Como obra de Dios, desde ese momento, las razas se convierten en compartimentos estancos, netamente diferenciados los unos de los otros. Algo que acabó de definir el sueco, y padre de la taxonomía moderna, Carl Linnaeus, quien en la edición de 1767 de su Systema Naturae, clasificó los grupos humanos en cuatro, atribuyéndoles a cada uno de ellos una serie de características, que hoy en día nos parecen ridículas, llenas de los prejuicios de la época. El pensamiento científico, imposible de su neutralidad, no se salvó de los prejuicios de la época, sino que contribuyó más que nadie a justificar el racismo. Mientras que, en su clasificación, los europeos eran blancos, educados, creativos, se vestían y se regían por leyes, los africanos eran negros, flemáticos, de narices anchas, labios gruesos, sus mujeres no conocían la vergüenza, sus pechos producían mucha leche, eran vagos y se dejaban gobernar por los caprichos. Muchos estudiosos consideran que su clasificación no era jerárquica, en el cual los blancos estaban por encima de los otros grupos, y que la dominancia de los blancos se debía a razones culturales, no biológicas, pero de lo que no cabe duda, es de que su clasificación estaba llena de estereotipos que se fueron propagando a lo largo de historia científica. Fue el naturalista francés Buffon quien empleó por primera vez el término «raza». Para el naturalista francés, la humanidad no tenía más que 6.000 años de antigüedad, los mismos que Adán y Eva. Como otros de su época creía en la teoría degenarativa, según la cual el origen humano era de tipo caucásico y que de ahí habían ido degenerando el resto de grupos humanos al ocupar otras zonas del mundo. El propio Buffon creía que el color de la piel podía cambiar en una sola generación, al estar expuesta a un clima distinto. Llegó a afirmar que la nariz achatada de los grupos negros africanos era producto del aplastamiento de la misma cuando eran pequeños y llevados en la espalda de sus madres. Estaba convencido, que aquella acción acumulada en el tiempo habría dado lugar a que el carácter de nariz chata y ancha se heredase.

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Fig. 4. Esquema del “angulo facialis” de Pieter Camper. El ángulo del rostro, decía, era una medida de la capacidad craneal e intelectual de las personas. Los orangutanes poseen una mayor ángulo, al que le seguían los negros y luego los blancos, esas variaciones en el ángulo representaban una mayor o menor capacidad intelectual, situando a los negros (si considerar todas sus variaciones) próximos a los orangutanes.

La lista de naturalistas y médicos de esa época es interminable, ni uno sólo se opuso a la idea general mediante el uso de pruebas científicas. Cuando desarrollaron mediciones, fueron usadas y distorsionadas por sus prejuicios previos, buscaban la manera de reforzar las ideas preexistentes. La neutralidad estaba ausente cuando el holandés Pieter Camper (1722-1789) desarrolló su «angulo facialis». Este representó el primer intento de medir el cráneo humano, dando el pistoletazo de lo que sería la craniometría, que intentaba clasificar a las personas en función de sus medidas craneales, en razas y capacidades intelectuales. Camper estaba convencido que su ángulo capturaba la inteligencia del cráneo, un cráneo anguloso como el de los primates denotaba poca inteligencia, un cráneo plano como el caucásico mucha inteligencia, y ahí en medio dejaba a los otros grupos humanos, con inteligencias entre la de los blancos y los orangutanes (Fig. 4).

El racismo científico sirvió para justificar la esclavitud mientras las sociedades luchaban por la igualdad entre hombres (siempre que fuesen blancos) 

Las observaciones de estos científicos estuvieron guiadas en todo momento, no sólo por los prejuicios de la época sino por los intereses políticos y económicos. El racismo científico intentó mediante un discurso científico, en plena era de la ilustración científica, tratar de explicar la contradicción que reinaba en la época. Por entonces, mientras que los políticos y la sociedad, inspirada por la revolución francesa y la americana, exigía igualdad entre los hombres, mantenían más activa que nunca la esclavitud. ¿Cómo podía defenderse la igualdad y la esclavitud al mismo tiempo? Argumentando que no todos los humanos eran iguales. Que habían razas superiores y razas inferiores. Que unas merecían la igualdad de privilegios, mientras que otras no merecían nada. En ese punto, la ciencia fue una pieza esencial para justificar aquella contradicción, apoyando así las economías y políticas de sus países respectivos.

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Fig. 5. Ilustración del comercio transatlántico de esclavos provenientes de África.

No sólo la lucha por la igualdad de las personas estaban en boga en Europa, sino también el colonialismo y el uso de esclavos. La esclavitud era el negocio más rentable de la época (Fig. 5). Para los que comerciaban con ellos y para los que los usaban como mano de obra. Desde que los portugueses comprasen los primeros esclavos africanos en la región de Guinea, y los españoles los llevasen por primera vez de África al Nuevo Mundo, a las islas de Cuba y La Española, todas las potencias europeas bajaron al continente africano en busca de esclavos, iniciando entre ellos una lucha feroz por el control de las rutas de esclavos y su comercio. Al final acabó imponiéndose Gran Bretaña quien cedió el monopolio a la Royal African Company. Un comercio que dañó la economía y las sociedades africanas, y en cambio contribuyó al enriquecimiento de los estados europeos. Más tarde Karl Marx escribiría en su obra Das Kapital: «…la conversión de África en una madriguera para la caza comercial de pieles-negra, señaló el halagüeño amanecer de la era de la producción capitalista».

Durante ese tiempo surgieron algunas voces científica disidentes, pero tuvieron poco eco. Ese es el caso del anatomista alemán Frederick Tiedemann, quien en 1836 publicó un artículo, en la Philosophical Transactions of the Royal Society of London, sobre la estructura del cerebro de los negros y su capacidad craneal. Así abría su artículo atacando a la élite científica de su época:

«Me tomo la libertad de presentar a la Royal Society un trabajo sobre una temática que me parece sumamente importante para la historia natural, la anatomía y la fisiología del hombre. También tiene un interesante interés desde el punto de vista político y legislativo. Naturalistas de gran renombre como Camper, Soemmerring y Cuvier, han considerado a los negros como una raza inferior a la europea en cuanto a organización y nivel intelectual, relacionándolos con los simios. Otros naturalista no tan autorizados han contribuido a exagerar esta opinión. Si estas afirmaciones fuesen correctas, los negros deberían ocupar una posición diferente en la sociedad a la que recientemente le ha sido otorgada por el noble gobierno inglés».

En su estudio, no sólo disección un cerebro, comprobando que era exactamente igual al de los blancos, sino que midió la capacidad craneal (llenando los cráneos con arena fina) de todos los grupos humanos y algunos simios. Apoyado por una tablas de datos interminables, concluía que la capacidad craneal era la misma entre todos los grupos, y que la de los orangutanes quedaba muy por debajo de la de cualquier humano, rompiendo la relación entre negros y primates que muchos naturalistas habían establecido desde Darwin y Haeckel. No se limitó a constatar científicamente la inexistencia de diferencias en la capacidad craneal entre ambos, sino que especuló sobre la «aparente inferioridad de los negros». «La aparente inferioridad de los negros es el resultado de la influencia inmoral de la esclavitud que se ha ejercido en ellos, y su permanente opresión y crueldad sobre esta infeliz porción de la humanidad por otra parte más civilizados, y por tanto mejor competidora, por el dominio del mundo». Menciona que la actitud de esta gente en sus lugares de origen no tiene nada que ver con la observada entre los esclavos, que son gente activa, productiva, e incluso capaces de desarrollar una industria propia. El artículo concluye comparando el término «bárbaro» empleado para definir a los africanos, con el término usado por los romanos contras las tribus del centro y norte de Europa:

«¿Cómo es posible negar que la raza de los etíopes es capaz de generar una civilización? Esto es tan falso, como lo era en la época de Julio César, considerar que los Germanos, los Bretones, los Helvéticos y los Batavianos eran incapaces de ser civilizados. El comercio de esclavos es la causa principal de los numerosos monstruos que han retrasado la civilización de las tribus africanas. Gran Bretaña acaba de llevar a cabo un noble acto de justicia nacional al abolir la esclavitud. Por fin, la cadena que sujeta África al polvo se ha roto y se les permitirá erguirse. Haití y la colonia de Sierra Leona son pruebas de que los negros libres son capaces de autogobernarse y crear leyes, y que no requieren ni de los látigos ni de las cadenas para someterse a una autoridad civil».

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Fig. 6. Cuadro que celebra el levantamiento de los esclavos del 14 de agosto de 1791 en Saint Domingue, un proceso de liberación que culminaría en 1804 con la revolución de Haití. 

Lamentablemente, sus palabras cayeron en saco roto. El racismo científico siguió sus andanzas a pesar de las pruebas presentadas por el anatomista alemán. Como prueba no hay más que leer la «prestigiosa» Enciclopedia Británica de 1911, casi un siglo después del artículo de Tiedemann:

«Las características anteriormente mencionadas sobre los negros hacen pensar que están en un plano evolutivo por debajo de los blancos, estando más emparentados con los grandes antropoides. […] Mentalmente, los negros son inferiores a los blancos. Si bien los niños son astutos y brillantes, durante la fase adulta cambian gradualmente. El intelecto parece que se les enturbia, dando lugar a una especie de letargo o indolencia».

Como ya se ha comentado, el racismo siguió vigente en la sociedad y en la ciencia que contribuía a crear esa imagen que la sociedad quería tener de los otros. Se prohibieron los matrimonios, se aprobaron leyes eugenésicas y se propago una enorme discriminación y desprecio hacia las otras razas, un consenso social que apenas se alteró hasta que tuvo lugar la hecatombe nazi. Y aún así, siguió el racismo social, pero, para entonces, el colectivo científico empezó a desmarcarse de aquellas ideas. Aunque no ha desaparecido del todo.

La genética y su uso por el racismo moderno

Existe hoy una revista llamada Mankind Quarterly en la que gran parte de los estudios tienen el mismo enfoque: demostrar las diferencias existentes en el coeficiente intelectual de los grupos humanos. Los científicos que se dedican a ello se autodenominan realistas raciales, argumentando que ignorar las diferencias raciales es una hipocresía científica. Aseguran que las evidencias demuestran que existen diferencias entre los grupos.

Parte del elenco de estos investigadores aparecieron en el tristemente célebre libro The Bell Curve de 1994, en el que establecían relaciones entre las razas y los IQ obtenidos en los tests. El objeto del libro es el estudio de la evolución de la sociedad americana basándose en las diferencias en habilidades cognitivas, de la inteligencia. La idea era demostrar que los diferentes grupos humanos que componen la sociedad estadounidense tiene diferentes niveles de inteligencia, y que estas diferencias tienen grandes consecuencias sociales y políticas (relacionando grupos con mayor criminalidad, éxito social, etc.), haciendo un llamamiento a las administraciones que deberían tener en cuenta sus evidencias científicas. No hace falta decir que grupos estaban arriba y cuales abajo. Los autores dibujan una nueva versión de La República de Platón al otro lado del Atlántico.

La polémica obra de The Bell Curve está compuesto por una serie de ideas controvertidas aparentemente sostenidas por análisis rigurosos. Una vez más se pone de manifiesto lo peligroso que puede resultar la interpretación incorrecta de unos resultados empíricos, más cuando se hace con un objetivo claro, como es el de este caso, que era la defensa de una agenda política dirigida a reducir el gasto en educación. Si la inteligencia es puramente hereditaria, una mayor inversión educacional no mejorará los resultados, argumentan sus autores. De manera voluntaria dan carpetazo a todos los estudios que demuestran la importancia del ambiente en el desarrollo fisiológico e intelectual de los individuos. Considerar al humano como un ente biológico, a los entes biológicos como no moldeables por el ambiente, es una simplicidad buscada, que apoya la ineficacia de cualquier acción social política para modificar la inmutable naturaleza humana. Los autores y sus editores no sometieron al manuscrito del trabajo a una revisión por pares, posiblemente temerosos de que gran parte de la comunidad científica tiraría el trabajo atrás, lo cual les sirvió un aluvión de críticas que aún siguen más de 20 años después.

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La nueva corriente vincula genes con el coeficiente intelectual y esta con el desarrollo económico de las poblaciones. El psicólogo estadounidense Arthur Robert Jensen, en su libro de 1998 The g Factor: The Science of Mental Ability, sugería que las diferencias intelectuales entre blancos y negros tenían una base genética: «La relación del factor g con un número de variables biológicas y su relación con las diferencias entre blancos y negros en los test cognitivos, sugiere que la diferencia entre blancos y negros en g tienen un componente biológico». Otros aseguran hoy, que el poco desarrollo de países como Pakistán se debe a que es un país con un IQ bajo. Que su genética es así, y que por eso es un país subdesarrollado. Y aunque hasta el momento estas ideas habían tenido poco eco social y científico, algunos de ellos poco a poco van obteniendo posiciones de editores en revistas importantes, pudiendo desde allí desarrollar un trabajo editorial que favorezca este tipo de publicaciones.

El racismo sigue vigente en las sociedades modernas, y gran parte del pensamiento racista sigue bebiendo de las fuentes del racismo científico. Las minorías negras, las judías, y en la actualidad las musulmanas siguen sufriendo los embates llenos de prejuicios, no sólo contra sus culturas como quieren hacer creer aquellos que siempre empiezan igual todos sus comentarios: Yo no soy racista pero…. Detrás de la visión negativa de todos estos grupos humanos sigue vivo el pensamiento del racismo científico. Es más, en la nueva era, el racismo científico ha entrado en una nueva dimensión, la de la genética. 

Por mucho que los genetistas insistan en que la raza no es más que una construcción social sin base biológica, la percepción de la gente no es esta. La población sigue clasificando a las otras personas en función del color de la piel, la forma y color de los ojos, la altura o el pelo. Estas diferencias física que parecen ser tan dramáticas no concuerdan con los datos genéticos en los cuales todas las personas compartimos el 99,9% de nuestro ADN. Desde el punto de vista genético el viejo concepto de las 5 razas o grupos humanos (América, África, Europa, Asia, Oceanía) no son más que construcciones sociales, aunque sea la pintura que la mayoría de la gente tiene: la de grupos humanos bien diferenciados genéticamente. En realidad la genética muestra un continuo de grupos humanos en los que la diversidad genética dentro de cada grupo es enorme, compartiendo dos individuos de dos grupos distintos tanto material genético como dos individuos de un mismo grupo (Fig. 7). Sin embargo algunos científicos, como los comentados, parecen acogerse a ese 0,1% de variación para justificar grades diferencias, que den lugar discriminaciones y atrocidades. Aunque por unas décadas la genética había conseguido detener los argumentos racistas, en la actualidad los nuevos movimientos racistas hacen uso de la genética para apoyar sus argumentos racistas y etnocentristas

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Fig. 7. Esquema en en el cual aparecen representadas dos concepciones sobre los grupos humanos actuales, la más popular es la de las 5 razas, con grupos genéticos bien diferenciados relacionados a cada continente, como si fuesen piezas separadas. Abajo, la visión de los resultados genéticos en los que la variación genética dentro de cada grupo es tan grande que rompe los grupos estancos. La mezcla e interacción entre grupos humanos ha sido tan grande que la mayoría del ADN (99,9%) es compartido. 

El caso más flamante, y peligroso por su poder económico y social en cuanto a influencia, es el del Estados Unidos, donde Donald Trump y parte de su equipo han hecho mención en numerosas ocasiones a su demostrada herencia blanca, resaltando su pureza genética mediante análisis hoy en día al alcance de cualquier persona. Los análisis le informan a uno de la proporción de genes de sus diferentes ancestros, indicándote por ejemplo que tienes un 18% de nativo americano, un 65,1% europeo y un 6,2% africano. Proporcionan que demuestran el complejo origen y los múltiples cruces que han existido a lo largo de la humanidad, sin embargo para el nuevo movimiento, estas proporciones son los que permiten a algunos considerarse superiores a otros. Las creencias en la superioridad blanca siguen vigentes, los ancestros europeos son los más deseados, pero no los de cualquier europeo, sino principalmente escandinavos y germanos, el resto de grupos europeos como los italianos, españoles o armenios no están tan bien considerados dentro de este movimiento. 

Se puede pensar que su pensamiento es fruto de la ignorancia, pero no es así, sino que hacen un uso político y racial de la ciencia. Los miembros del ala más dura del alt-right (Derecha alternativa) estadounidense, por ejemplo, saben que los europeos y asiáticos han heredado entre un 1-4% de los neandertales, algo de lo que carecen los descendientes de africanos. Saben que los huesos y la capacidad craneal de los neandertales eran más grandes, y con ello justifican que europeos y asiáticos sean más inteligentes que los africanos. Obviamente no hay evidencia alguna sobre los efectos del la herencia neandertal sobre la inteligencia, pero eso les importa bien poco. Se quedan con la parte de la información que les interesa y la usan en función de sus intereses. 

De poco sirve que las pruebas genética demuestren una y otra vez que los humanos son fundamentalmente más parecidos entre ellos que diferentes, cuando una parte de la élite política sigue haciendo uso de los argumentos racista, aupado por un pequeño colectivo científico que sigue insistiendo en las diferencias con intereses no científicos sino políticos. El racismo no ha sido nunca una cuestión meramente política o social, la ciencia ha estado metida en ello desde sus inicios, y hay que seguir cuidando que sus argumentos no puedan a volver ser usados con estos fines. El genoma contiene una información muy valiosa  sobre como somos y nuestros orígenes, pero si no se explica correctamente, proporcionando a la población una buena educación genética, esta información puede ser distorsionada y usada de nuevo para intereses racistas. Es importante a día de hoy que se entienda correctamente lo que dice el ADN de nosotros y lo que significa ser humano. La ciencia no puede permanecer neutra en esta causa y dejar que sus datos sean interpretados de una u otra manera por los respectivos colectivos. Debe educar y explicar como interpretar los resultados. No puede dejar que sus estudios sean reinterpretados o utilizados a medias por otros intereses. Menos cuando se trata de una agenda política que discrimina y atenta los derechos humanos de unas minorías en base a este conocimiento. La genética no puede permitir que su conocimiento sea usado para contribuir a la espiral de odio que se viven estos días. La ciencia no es que no sea neutra, es que no puede permanecer neutra ante el odio. Tiene el deber de combatirlo.

 


Lecturas complementarias:

Burmila E. 2018. Scientific racism isn’t “back” – it never went away. The Nation April 6. 2018.

Chou V. 2017. How science and genetics are reshaping the race debate of the 21st century. Harvard University, April 17, 2017. 

Dennis RM. 1995. Social Darwinism, scientific racism, and the metaphysics of race. The Journal of Negro Education 64: 243–252.

Evans G. 2018. The unwelcome revival of “race science”. The Guardian, March 2, 2018.

Gavroglu K. 2009. Questioning the Neutrality of Science. Historien, University of Athens 9: 93–100

Kjellman U. 2017. Images as scientific documents in Swedish “race biology”: two practices. Proceeding of the Ninth International Conference on Conceptions of Library and Information Science, Uppsala. 22

Kolbert E. 2017. There’s no scientific basis for race -it’s a made-up label. National Geographic 

Montagu MFA. Man’s most dangerous myth: the fallacy of race. Columbia University Press, New York. 216 pp

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